Doña Adela, con el delantal por encima del batón y en chancletas, caminó desde la cocina hasta el alambrado seguida por los polluelos que piaban hambrientos. Al llegar a la tranquera dejó el hervidor y unos centavos sobre el banquito de madera, aquel que usaba para sentarse bajo la parra cuando zurcía las medias. El lechero era puntual, a no ser que alguna vaca remolona retrasase su salida, como a las ocho de la mañana el carro se detuvo frente a la casa de la anciana; entre tanto el joven lechero de a pie y silbando venía desde lo del viejo Salomón.
Le faltaba una mano al muchacho, la
derecha, le ocurrió siendo niño, cuando las vacas de su padre pastaban en los
campos que la infantería usaba para juegos de guerra; chico curioso como todos,
y ciego al peligro tomó una granada olvidada.
Pues con el muñón metido en la manija del tarro lograba tumbarlo con
maña sobre la pierna para servir la leche. Mientras dejaba la yapa y todavía de
espalda al carro, chasqueaba su lengua, y el caballo obediente movía lento,
hasta detenerse en la casa de “La Coneja”, que estaba por dar a luz el octavo
hijo.
De regreso al tambo concluía su tarea
retirando la crema de los tachos, para ser colocada en un recipiente, que al
viajar horizontal agarrado al carro, en el traqueteo del próximo reparto,
obtendría la manteca.-
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