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        Corría el año 1932 en el pueblo de Algarrobo. Por aquel entonces Goyo hacía zaguán con Maruca, la hija de don Adolfo, peluquero del lugar que consideraba al muchacho un mequetrefe y pretendía para su hija un hombre curtido. Aún así el joven trataba de no darle importancia al tratodespectivo; a pesar de todo, en ese zaguán, entre atardeceres y caricias, se juraron amor eterno, llevándolos a proyectar una vida juntos: planeaban casarse a su regreso del Servicio Militar.
    A mediados de abril el joven partió hacia el Regimiento 14 de Infantería, con asiento en Río Cuarto, Córdoba, no sin antes prometer que escribiría una carta por cada mes que durara su misión. Pero, por desgracia, al mes de enrolarse, la tuberculosis se apoderó de su salud, obligándolo a pasar toda su conscripción internado en el hospital militar.
    Aprovechando su ausencia, don Adolfo propició encuentros entre Ramón, hombre de treinta años y de profesión cartero, asiduo cliente de su peluquería, y su hija de diecinueve. Transcurrió el tiempo, y la muchacha nunca recibió noticias de su amado, y ante la insistencia de su padre se casó. Ramón pretendía dominarla, y para poder doblegar su espíritu utilizó la correspondencia que su suegro había retenido. La misma noche de bodas dejó sobre el lecho nupcial doce sobres, doce sobres timbrados, doce sobres abiertos, doce cartas leídas, agrupadas y ceñidas por un cordón, tantas como los meses de reclutamiento de Goyo. Para la flamante esposa hubiese sido preferible morir a continuar viviendo ante tal revelación. Lo maldijo mil y una vez. Fue en ese momento cuando Ramón comenzó a golpearla.
    Antes de conocer a Maruca, Ramón vivía en pareja en el pueblo vecino; ese romance duró cuatro años, hasta que la muerte se presentó ante la mujer. A la semana de contraer matrimonio el cartero mostró el por qué quería casarse con Maruca  y le hizo otro regalo: dos niñas, una de dos años y otra de tres. La obligó a criarlas. A este hombre pendenciero no le alcanzó tanta maldad, también se dedicó a beber, pasando la mayor parte del día ebrio golpeando a su joven esposa. Los años pasaron, y para Maruca su único consuelo fue haber tenido una familia numerosa dando a luz una niña y dos varones; pero el mayor falleció de pequeño, pues acarreaba problemas de salud desde su nacimiento debido a las continuas golpizas que le propinara Ramón durante el embarazo.
    Con el tiempo,  el alcohol llevó al empleado de Correos a padecer cirrosis, encontrando la muerte algunos años más tarde. Maruca se sintió libre, viva otra vez, y no tuvo en cuenta a su padre que comenzaba a hostigarla con un nuevo casamiento. Lejos estaba en ella el poder imponer su voluntad si continuaba en el pueblo. Por tal motivo, una noche con lo puesto, un bolso con ropa para sus cuatro hijos y el oficio de peluquera escapó hacia la Capital. Allí trabajó en distintos salones de belleza permitiéndole criar  a sus niños holgadamente. Aquellos niños se hicieron grandes y cada uno tomó su rumbo. Su propia hija al dar a luz la convenció para que estuviese a su lado. Debía pensar qué hacer, era su primer nieto.
    Renunció a su trabajo. Bahía Blanca la esperaba. Consiguió alquilar un salón pequeño con vivienda a pocas cuadras de la casa de su hija, y en treinta días, con sus ahorros, compró un sillón y un secador de pie para abrir su propio salón sobre la calle Chiclana. Fueron años duros y de privaciones; la falta de dinero era un insulto solía coser ella misma la ropa luego de haber tenido modista a su servicio.
    Finalizaban los `60 cuando en una fiesta de cumpleaños de uno de los hijos de su locadora conoció a alguien, y la misma anfitriona ofició de Celestina. -¡Un príncipe a tu edad! No lo dejes escapar – comentaban sus clientas. Se llamaba Adís, bautizado con ese nombre porque al nacer, su padre que pertenecía a la Marina Mercante se encontraba anclado en Etiopía. Adís era viudo y tenía dos hijos. Eso no preocupó a Maruca porque, aun habiendo criado ajenos y propios, el caudal de amor de madre alcanzaba para dos más.
    Adís era el bálsamo para su alma triste. No demoraron en casarse. A pesar de la edad de ambos se comportaban como dos tórtolos, solían compartir hasta una aceituna robada con un beso. Fueron años de felicidad, y Maruca logró tener una gran familia: seis hijos y dos nietos, pero guardaba un secreto.
    Aquel secreto era un apartado postal y un solo remitente, Goyo, que, a pesar de haber formado cada uno su familia supieron mantener vivo ese amor a través del correo; en su última carta Goyo se despedía, pues agonizaba. Adís que amaba a Maruca por sobre todas las cosas y conocía la historia, pero no así lo del apartado postal hasta ese momento, la dejó ir. Maruca, con inmenso dolor acompañó los restos. Dolida pero a la vez feliz por ese amor jurado en aquel zaguán. Feliz por ese amor que durará más allá de la vida misma. Feliz por haber alcanzado a sostener las manos de su pasado en el presente.-
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Digamos NO a la violencia de genero...
#niunamenos

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