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    Vertió un delgado hilo de agua dentro de la boca del mate, permitiendo que el aroma emergiese delante de su cara, y con la pequeña vasija entre las manos, tratando de capturar su temperatura, se arrimó a la ventana; limpió el empañado cristal con la palma de la mano, para encontrar en el silencio del campo sus respuestas. La Señorita Norma tenía cincuenta y ocho años, era menudita, poseía un carácter fuerte, conservaba su paz interior, pues no estaba contaminada  con el trajín de la ciudad.
 -¡Anastasio! ¿Venís? – preguntó.

    Anastasio la miró, al no recibir respuesta, ella no insistió. Tomó el viejo gabán que colgaba de un cuerno de vaca, adosado a la pared junto a la puerta, y salió. El color del campo semejaba a una salina, donde los pastos escarchados crujían debajo de las botas, mientras tanto el vapor de su aliento se disipaba como pequeños bancos de niebla, por delante del morado rostro. Retiró el pasador de la tranquera. Luego de sentarse sobre el banquito de una sola pata, acarició la ubre y se prendió a las tetas con suavidad; aquellos agudos chorros golpeaban contra el fondo del balde, al son intermitente de sus manos. Entre tanto, dialogaba con la vaca, como si quisiera convencerla de dejarse quitar la leche. Más tarde enganchó el caballo, y transitó legua y media en carro hasta la escuelita.
    El establecimiento, pequeño e imponente, se destacaba en una de las cinco esquinas del camino rural; edificado sobre un triángulo de tierra cedido por Petrino Cardozo, sus peones colaboraron con la construcción. En otra oportunidad el estanciero obsequió insumos para instalar una salita de primeros auxilios, que funcionaba en el mismo sitio educativo; donde un tabique de madera y vidrio inglés protegía el botiquín, la camilla, el nebulizador y la intimidad de los pacientes.
    La Señorita Norma fue maestra de aquellos adultos que hoy enviaban  a sus hijos a la escuela; varios de esos mayores eligieron el campo como medio de vida, otros, en cambio, continuaron estudiando, como Casildo, Ingeniero Agrónomo, que dirigía la Cooperativa de Granos, y Antonia, médica clínica, que atendía en el hospital de la ciudad y los fines de semana en la salita de la escuela, a no ser que alguna urgencia adelantase su viaje.
     -¡Anastasio! no hagas nada ¡dejá! yo abro – protestó Norma Contreras al descender por el pescante.
    Empujó la tranquera, y con una palmada sobre el anca del percherón, acompañado del chasquido de su lengua, el equino avanzó hasta detenerse delante del bebedero. Al ingresar a la escuelita, cambió el gabán por el poncho, lo ciñó por la cintura con un tiento, y mientras acomodaba sus pliegues, se aproximó a la cocina; quitó las cenizas, la recargó con marlo y la encendió. Luego tomó la escoba y, como si ejecutase una danza, recorrió el comedor y el aula, divididos por una arcada construida con durmientes de ferrocarril. Continuó con pasos cortos, ensimismada en sus cavilaciones, pero sin perder el ritmo, a la vez que vocalizaba una canción. De pronto se detuvo frente a la puerta y miró extrañada hacia el carro, su rostro dibujó una tierna mueca, pero de todas maneras alzó la voz.
    -¡Anastasio! ¡Anastasio Contreras! ¿No pensás entrar? – reprochó.
    Lo llamaba con nombre y apellido cuando éste holgazaneaba. Llevaban años de convivencia, Anastasio era algo mayor y jamás se enojaba a pesar de los regaños de Norma. Se disponía a hervir la leche para el desayuno, cuando escuchó rechinar las ruedas de un carro; se alegró, pues llegaban Analía y su hermano Pedro, ambos hijos de Ermindo, peón de Cardozo.
     -¡Anastasio! ¡No sé para qué te nombré portero! ¡Anastasio Contreras! – dijo Norma.
    Anastasio se incorporó del mullido sillón, y caminó con toda parsimonia hasta la puerta; se paró en dos patas y abrió en el segundo intento. Las muestras de cariño entre los niños y el perro fueron mutuas. Los recién llegados saludaron a la maestra, y cada quién se ocupó de lo suyo: la pequeña acomodó los tazones sobre la mesa, y Pedro las galletas.
     -¡Anastasio! – llamó Norma otra vez.
    Aquel perro lanudo como oveja, al escuchar su nombre, miró a su compañera por entre los pelos que le caían sobre los ojos, y desde la posición despatarrada levantó el cogote, direccionando las orejas para escuchar la llegada de Agustín en  bicicleta. Bamboleando la cola recibió al hijo del chanchero. El niño saludó y tomó el trapo húmedo para lavar el pizarrón.
    Transcurrieron algunos minutos y, montando a pelo en un solo caballo, llegaron cuatro hermanitos, María, Laura, Julián y Roque; todos ellos hijos de Irene, recientemente viuda. El capricho del destino lo decidió en la última tormenta de Santa Rosa, cuando los peones de Cardozo se ocupaban de la reparación del molino; ese día llovió como si fuese el último y, sin previo aviso, un destello se anticipó al estampido, arrojando por el suelo a los presentes. El único que no se incorporó fue Aníbal.
    La educadora entregó el estandarte plegado a Analía de seis años, lo  llevaba en sus brazos, como si acunara un niño: la gastada bandera, y Agustín tuvo el honor de izarla. Entonaron “Aurora”. Una vez en el interior del aula, cada uno ocupó su sitio, y cuaderno en mano aguardaban la tarea; entre tanto la Señorita Contreras dividía el pizarrón con tiza, formando tantos rectángulos como alumnos tenía a su cargo, permitiendo de esa manera asignarles la labor.
    Analía continuaba con palotes. Pedro de seis formaba oraciones cortas, y no lo sacaban de: “mi mamá me mima”. Laura de ocho separaba el sujeto del predicado, sumas y restas, donde a menudo se comía lo que se llevaba. Agustín con sus nueve, conjugaba verbos regulares. Julián de diez sobresalía en historia (¡San Martín lo apasionaba!) María de once dominaba geometría. Roque también de nueve realizaba la misma tarea que Pedro, comenzó dos años más tarde, debido al asma que le diagnosticara la doctora Antonia, luego de la muerte del padre.
    Mientras los chicos realizaban la tarea, la maestra se acomodó en la mesa de cocina, que hacía las veces de escritorio; para armar su propio programa de estudio. Más tarde tomó el planisferio y a medida que lo desplegaba se arrimó a la ventana, la curiosidad la llevó a mirar a través de ella, después que Anastasio emitiera un ladrido corto.
    -Nada por qué alarmarse – dijo Norma dirigiéndose al animal, son sólo jinetes arrendo una tropilla – amplió.
    Luego colocó media tiza en el compás, para explicarle la construcción de ángulos a María…pero lo haría más tarde.
    -¡Anastasio! – llamó Norma.
    Juntos salieron para tocar la campana del recreo largo. Allí Anastasio aprovechó a corretear entre los alumnos, participando a su manera de los juegos. Al regresar al aula la Señorita Norma les leyó un cuento de aventuras, donde los niños dejaron volar su imaginación con la atrapante historia. El reloj de péndulo de la pared, marcaba la una de la tarde, finalizaba el día de clase; cada uno dejó un beso en la mejilla de la maestra, el que devolvió con amor.
    Norma tomó la canasta y sacó el plato hondo envuelto con un repasador, mañeado por dos nudos, evitando que las empanadas del día anterior escapasen del recipiente durante el viaje. Las compartió con su perro y, mientras tomaba mate amargo, recorrió el establecimiento observando que estuviese cada cosa en su lugar.
    -¿Vamos? Ya es hora – le dijo a su compañero.
    Pasaban de las cinco cuando, al salir de la escuela, se detuvo junto a la puerta, giró sobre sus pies, y recorrió con la vista su interior: sonrió satisfecha.
    Rumbo a su chacra, el atardecer le regaló una estampa: desde el camino divisó su rancho, blanco inmaculado junto al sauce, y por encima el lucero pegado a la luna anticipándose a la oscuridad. Anastasio dormitaba con el cuerpo estirado en el asiento, con la cabeza apoyada sobre el muslo de la maestra, y ella llevaba una mano en las riendas, mientras que con la otra enrulaba el pelo del lomo de su compañero. En ese instante sus pensamientos la hicieron regresar en el tiempo, cuando era joven, cuando intentó formar una familia; pero el muchacho del cual se enamorara resultó un canalla: la engañaba con cuanta mujer se le cruzaba. No volvió a intentarlo. Prefirió estar sola.
    Los sábados eran diferentes a otros días de clase, y tan singular como cada uno de los otros. Norma llegaba más tarde de lo acostumbrado. Primero pasaba por el campo de Cardozo para retirar la ración de carne apartada especialmente para ella.
Al llegar a la escuela, izaba la bandera y arrancándole música a la campana avisaba de su llegada. Sábado doble turno, donde se incluía distintas rutinas: gimnasia y juegos, en los que participaba como un chico más; organizaba torneos de escoba de quince, para los niños era otro juego. No así para la Señorita Contreras, consideraba que tales prácticas de sumas con las barajas agilizaban sus mentes. A las once puso la carne al horno, mientras los alumnos jugaban a trabajar y trabajaban jugando, en un rincón de tierra, donde Norma les organizara una huerta. En tiempos de cosecha, se repartían las legumbres y hortalizas, y orgullosos ostentaban en sus casas el producto de la tierra, obtenido de las clases de botánica. 
    El aroma a carne asada se percibió en el aire, y con un toque corto de campana alertó a los niños, que guardaron las herramientas de jardinería, y se dirigieron hacia la bomba para lavarse las manos. Anastasio, con el campanazo también corrió para tomar su lugar debajo de la mesa, aguardando esas manos que le harían los convites.
    Y así, entre tizas y recreos, canciones y juegos, pasaron los meses. Llegó el fin de curso y María egresó. Era tanta la devoción de la niña por la docencia, que pretendía continuar los estudios, pero la ajustada situación económica de su familia lo impedía. La doctora Antonia, al enterarse, habló con los padres: su intención era ayudar llevándose a la niña a vivir con ella, haciéndose cargo de todo.
    La Señorita Contreras también colaboró, luego de ver los avances en los estudios de la joven. Con la excusa de dedicarle tiempo extra a su chacra, le pidió a María que viniese a dar clases, cada vez que sus obligaciones se lo permitiesen. Lo hizo dos veces a la semana durante los tres últimos años.
Una mañana, Norma realizó la rutina diaria, pero al regresar con el balde de leche, le llamó la atención que Anastasio no la recibiese como de costumbre; al entrar a la casa silbó, pero el perro no vino a su encuentro, lo halló echado y respirando con dificultad, acarició su cabeza.
     –¡Ambos estamos viejos! Querido amigo, no te puedo dejar solo, tampoco podemos faltar a clase, los chicos esperan. – dijo Norma con tristeza.
    Anastasio, como si hubiese comprendido cada una de las palabras, se incorporó; su compañera lo tomó en brazos, lo llevó hasta el carro y lo cubrió con una manta. Durante el trayecto quedó dormido para nunca más despertar. Aquella mañana  no hubo persona que no llorase su pérdida. Lo sepultaron en tierras de la escuela, donde los alumnos distinguieron la tumba con una lápida hecha con un trozo de tablón; el epitafio a mano alzada decía: “Anastasio Contreras – PORTERO”. Analía, la  pequeña del grupo, depositó sobre la sepultura un fémur de vaca. 
    La angustia y la depresión se apoderaron de Norma, y día a día las ganas de continuar fueron mermando, su compañero de toda una vida, su oreja “catarsiana”, como ella solía decirle, ya no estaba. Extrañaba las conversaciones con Anastasio, cuando en medio de sus charlas hacía silencios prolongados, el animal ladraba, quizás entendiendo el estado de ánimo de su compañera. La Señorita Contreras había cumplido sesenta y cinco, y un día decidió no levantarse de la cama. A pesar de su condición, los niños no abandonaron a su Señorita, cumplían horario de clases en la chacra, una excusa para estar junto a ella; Antonia viajaba a diario para controlar su salud, María la acompañaba.
Aquellos labios agrietados y resecos por la fiebre, pronunciaron el nombre de la muchacha.
    -¡Estoy aquí sosteniendo tu mano! – dijo María.
    Norma, a tientas y con esfuerzo, tomó de la mesita de noche un viejo costurero de madera, aquel que recibiera como regalo un 11 de septiembre, y lo depositó entre las manos de la joven. María abrió la pequeña caja. En ese instante las lágrimas escaparon a borbotones, y su mentón se arrugo tembloroso por contener el llanto, al ver en su interior un manojo de tizas y un borrador.-

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