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    Julia era viuda, de unos cuarenta años, tenía un hijo, Pedro de veinte, andaba en malas compañías y casi nunca estaba en casa.  Julia, uno de esos días al regresar del mercado, se le acercó un niño.
     -¿Le ayudo? – preguntó él.
     -No, gracias – respondió amablemente.
     -No como desde ayer señora– suplicó – no tengo a nadie.
    Conmovida, permitió que le ayudase con una de las bolsas. Conversaron durante el camino. Al llegar a la casa le preparó un baño caliente; hacía tiempo que el chico  le escapaba al jabón, mientras tanto Julia cocinó el almuerzo. Al salir de la ducha encontró ropa, esa que le había quedado chica a Pedro y estaba destinada a la parroquia.  Con el paso de los días ambos se encariñaron. Se quedó a vivir allí. Julia luego de abrocharle el guardapolvo lo peinaba, nunca iba a la escuela sin un beso. 
     De un momento a otro, el pequeño desapareció y jamás supo de él. Pedro lo había echado por celos.  Pasó el tiempo. Julia entristeció, más aún cuando encontraron culpable de homicidio a su hijo en el asalto a la joyería “LAINEZ”; el guardia de seguridad había muerto de dos disparos. Su madre creyó en su inocencia, vendió la casa para pagar un abogado que lo defendiese, pero fue inútil;  Pedro purgaría una condena de veinticinco años.  La ruina espiritual de esta madre acompañó a la económica. No tardó en vivir en situación de calle. Fueron años de caminar las calles, con pasos cansados, cargando una bolsa de sueños rotos.
    Aquel día varios automóviles se encontraban detenidos a la espera del semáforo, cuando uno de los conductores observó como la anciana echaba aliento a sus manos antes de romper las bolsas de residuos. Estacionó su vehículo, y a pesar del orgullo de Julia pudo convencerla. La llevó a su casa.
    Al llegar, le indicó donde podía higienizarse, y la besó en la frente.
     -¿Pone usted la mesa mamá Julia? – dijo con ternura.
    Las palabras humedecieron los ojos de aquella señora, quien no tardó en descubrir en ese hombre la mirada de aquel pequeño de diez años.-
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