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    Se sentó en Black Jack y pidió al croupier que le enseñara a jugar, a partir de ese día se hizo habitué, recorría las mesas buscando la mano del tallador o bien una oreja que supiera escuchar y así desahogar su pena. Se presentó con el nombre de Raquel, sin ser bonita no era fea. El cabello recogido le daba luminosidad a su rostro, a pesar de tener los ojos tristes. La relación con los empleados del Casino llegó a ser cordial; pero tenía la necesidad de contar aquello que la atormentaba.

    Cuando nombraba a su hija se le llenaban los ojos de lágrimas, comentó que no hacía mucho tiempo la había perdido. Ocurrió durante su cumpleaños de quince, cuando se dirigía a bailar con un grupo de amigos; en ese instante un micro que cruzaba el semáforo en rojo, le segó la vida al colisionar con el automóvil en que viajaba. Buscó refugio en su esposo, pero él al no soportar su propio dolor, no supo contenerla. La relación comenzó a andar mal y con el tiempo tomaron caminos diferentes.

    Cuando Raquel no se encontraba en la sala de entretenimiento, huía de la realidad viajando por el interior del país, o países limítrofes. A pesar de su condición no se olvidaba de los empleados del casino, y al regresar traía pequeños obsequio, llaveros de los lugares que visitaba. Esto ocurrió durante años, hasta que de un día para el otro dejó de ir por la sala de juego. En ese momento comenzaron a tejerse distintas hipótesis, hasta que alguien comentó haber escuchado de boca de uno de los apostadores, amigo ocasional de la señora Raquel, que se había suicidado. En un primer momento no se tomó en cuenta dicho rumor, hasta que fue noticia en los diarios; aquel desenlace los dejó azorados.  Como podrían olvidarla, si cada croupier llevaba un llavero en su bolsillo.

    Pasaron más de nueve años desde esa trágica noticia, hasta que en una partida de Black Jack, el croupier, en medio de la talla, escuchó que alguien le dijo:

    -¡Cambio! Por favor.

    Su cerebro encontró el registro de esa voz conocida en una fracción de segundo, pero antes de mirarla a la cara su cuerpo se crispó, un frío helado recorrió su espina. Alzó la cabeza y la miró a los ojos. Ella sonrió. Era Raquel.

    -¡Carta! – pidió la señora.

    El croupier entregó el naipe  solicitado, y continuó con el reparto de las barajas al resto de los apostadores. Al regresar al casillero de la señora Raquel para definir el pase, el lugar se encontraba vacío. 

    Raquel no estaba, no había fichas apostadas, tampoco naipes, sólo un llavero.-

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