Desde la cima del cerro mayor se podía distinguir un punto oscuro en medio de tanta palidez deslizándose hacia el Este. Los gritos y los chasquidos del látigo cortando el aire, se oían con claridad a medida que ese punto tomaba forma.
Era Ekor, que parado sobre los esquíes del
trineo estimulaba a sus perros para cruzar sobre el hielo del lago; se detuvo
en la orilla opuesta, necesitaban recuperase del esfuerzo. Revisó los arneses,
se colocó en posición, y tras dar la orden a los perros acompañó con un empujón
y subió al trineo continuando la travesía. El sendero escarpado lo mantenía
alerta, no podía perder de vista las señales de las rocas, marcaban el sendero.
El cielo se tiñó de color estaño, y la temperatura en descenso agudizaba la
ventisca que azotaba con descaro sus cuerpos.
De todos modos debía continuar la marcha a
como diera lugar, porque el frío lo llevaría a un sueño sin retorno,
transformándolo en una momia de hielo; conocía los riesgos y perecer no era la
opción. El reducto que les permitiría
descansar se encontraba a sólo un centenar de metros de distancia.
De pronto el trineo se detuvo sin motivo
aparente, pero el viejo Ekor conocedor de su oficio, observó a los animales y
no tardó en notar que el guía no apoyaba una de sus patas; decidido desenganchó
al perro, lo tomó en brazos y recostó sobre las pieles que transportaba. Tomó
su lugar de inmediato, cada segundo era una sentencia de muerte, por eso sin
colocarse las raquetas condujo el vehículo, enterrando sus botas en cada pisada.
Al llegar al refugio encendió la fogata y
desenganchó a los perros, revisó al herido, por suerte era sólo una astilla de
madera que atravesaba la almohadillas de una de las patas delanteras. La extrajo
con destreza. El animal agradecido lamió su mano. Compartió carne seca con sus
compañeros de viaje, y ubicados cada uno en rededor al fuego, cerraron sus
ojos. Ekor imaginaba entre sueño que: al llegar al pueblo y cobrar por sus
pieles disfrutaría de un plato caliente y una botella de licor. Pero aquella
quietud, el crepitar del fuego y su resplandor titilante sobre el interior de
la caverna, se vio interrumpida.
El olor de los lobos alertó al cazador
despertando su instinto animal. Desde su posición observó y calculó los
movimientos de sus agresores. Los ojos de Ekor se tornaron grises, dio un grito
de alerta. A partir de ese instante su rostro se transformó aullando de dolor,
su cabeza se alargó presentando un hocico corto y orejas pequeñas en punta. Cada
hueso crujía y se deformaba, los pelos plateados y blancos poblaron su cuerpo
en cuestión de segundos; continuó retorciéndose dentro de las ropas a medida
que las articulaciones modificaban su anatomía.
Deseaba que aquello acabara de inmediato, pero no dependía de él, ni de
un plenilunio; al hallarse en peligro, su cuerpo mutaba.
Todo comenzó años atrás después que
sufriera una emboscada. En esa oportunidad resultó herido de muerte por
ladrones de pieles; los perros acudieron
en su auxilio matando a los delincuentes. Luego fue arrastrado por la manada
hasta dejarlo al amparo de una depresión rocosa; rasgaron sus ropas y lamieron
su herida para contener la hemorragia; y dieron calor con sus cuerpos.
En la última etapa de su metamorfosis,
donde sus rodillas se destrozan para dar paso a las nuevas articulaciones y el
nacimiento de las extremidades posteriores. Ekor aulló. Se liberó de su abrigo,
y se ubicó en la entrada de la caverna. Erguido y desafiante, estiró su cuerpo
con el hocico en alto; para luego lanzarse a un ataque salvaje y sin
control.
A pesar de ser superado en número mató a la
manada de lobos. Regresó con paso lento, y heridas sangrantes en su cuerpo, aún
así caminó alrededor de la fogata, con su hocico tocó a cada uno de los perros.
Dio varios giros sobre sí y se echó. Su fisonomía comenzó a cambiar con
lentitud; su cuerpo desnudo permitía ver la vieja cicatriz de arma blanca y las
carnes rasgadas por los mordiscos recientes.-
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